3/24/2012

Cuentos y leyendas










CAMPA LOS GRIEGOS

      Cuentan que, antiguamente, a todos los forasteros que venían a vivir al concejo lo primero que les recomendaban las autoridades era adueñarse de un pico y una pala para que fueran a excavar a la campa los Griegos -paraje situado detrás de la aldea de L’Azorea, un balcón con admirables vistas de  la ribera del Pra y la sierra de Peña Mayor-, y donde pensaban que había un tesoro enterrado desde tiempo inmemorial.
      Tiene cierta lógica la leyenda, pues en las proximidades hay restos de un castro -catalogado en los años 60 del siglo pasado por José Manuel González- además, el topónimo “Griegos” guarda relación con briga, palabra celta, que evoluciona a griego/a con el significado de fortaleza o castro.


EL TESORO DEL TEXAL

      En el prau del Texal, detrás de la riega de Castiellu, también corre la leyenda de que hay enterráu un pote con pitinos de oro.











EL TESORO DEL CARRIZAL

      En el castañéu del Carrizal, tras las casas de La Riba, aquí, está enterrá una gocha con gochinos de oro de cuando el tiempo de los moros, cerca de una fuente del mismo nombre. Dicen que el tesoro está cinco pasos detrás de la fuente, junto a una castañal, y enterráu a cinco cuartes bajo tierra.


LAS XANAS DE MELENDREROS

        Debajo de Melendreros, junto al río Pra, hay una fuente de la cual brota un gran caudal de agua haciendo que en sus alrededores siempre haya un gran ruido de fondo, de ahí que sea conocida por la Ruxiella. Cuentan los más viejos del lugar que por las mañanas, al amanecer, veían salir a las xanas a tender la ropa por los prados cercanos, y cuando eran guajes no se atrevían a pasar, y si lo hacían, por el tiempo de la hierba, era siempre a la carrera. Cerca de aquí hay otra fuente con un nombre muy sugerente: la cueva del Encanto.


EL TESORO DE C'OL MOLÍN

      En el prau C’ol Molín, cerca de la fuente la Ruxiella, todavía en los años sesenta del siglo pasado, los dueños cavaban por la noche en el terreno en busca de un tesoro. Decían que había oro enterrado. Al terminar la faena lo dejaban “too muy curioso” para no levantar sospechas, al otro día seguían con la faena.


BENDICIONES DE HEREDADES

      Durante la Semana Santa era costumbre llevar agua bendita de las iglesias para bendecir las tierras y los prados. Se decía:

Juera sapus, juera ratus,
juera toda comezón.
Ahí vus va el agua bendita
y el ramu de la pasión.

Se llevaba en potas o calderos y se solía bendecir asperjando con ramas de laurel, sin embargo, los había que para terminar primero arrojaban todo el contenido de una vez.


LA PAPA ROSOLLA

       La Papa Rosolla era una especie de coco para meter miedo a los neños cuando tardaban en dormirse o se ponían más pesados de la cuenta. Se decía:

Papa Rosolla, boca ensangrentá,
mira pa esti neñu, nun para de llorar.




              




                  
                                                       





                                                  COMEDIA DE LOS SIDROS


[Fragmento de una comedia de carnaval representada por los sidros en el año 1934. Formaba parte de una obra completa (hoy desaparecida) en poder de Amelia Ordóñez García, y que nos trasmite ahora su hija Modesta Castro Ordóñez –Modestina la del Caseru-].

Dice así:

Somos los sabios casinos que venimos desde Asia, venimos poquito a poco recorriendo toda España, en Caso nos paramos, allí compramos la gaita, curamos mal de pernera y también el de barriga, damos recetas de balde, diez céntimos que no es nada.
En dondequiera que estemos vemos muchas chavalas, las que no tengan novio que se acerquen hacia acá, yo les daré una receta, que las vayan a buscar, que las perdió el tío Xuan en la feria de Carnaval.

Respuesta


Si vosotros sois los sabios que curáis todos los males, yo soy aquel electricista que pongo luz en las casas, ya la puse en San Julián, y también la puse en Suares, ya la llevé a Martimporra, pienso subirla a Rozaes, y si me apuran un poco súbola hasta Les Collaes; a Melendreros no la subo porque se espantan las vacas y lloran las muyerinas si ven las luces en las casas.







                                                         LA RATERA



          Todos le conocíamos. Los sábados, mercado en Nava, del que era asiduo, estábamos obsesionados con la llegada de la Ratera, y no respirábamos tranquilos hasta que nos enterábamos de su paso. Los niños de Bimenes, Nava, Laviana y San Martín le teníamos tal pánico que solo pronunciar su nombre nos daba escalofrío. Cuando le veíamos y nos hacía seña para que nos aproximásemos dábamos media vuelta y lanzando gritos estentóreos poníamos pies en polvorosa. Si por desgracia caíamos en su poder no se nos olvidaba ni su fisonomía, con su barbilla rubia, ni aquellas frases que con voz meliflua nos encajaba: «Voy llevate a comer berces con gafures y tarucos restorcíos».
          Nuestras madres cuando hacíamos alguna trastada nos decían, sentenciosas: «Va llevate la Ratera». Era algo así como el coco de la comarca y concejos limítrofes. De sus bromas (si es que bromas pueden llamarse) no siempre salió bien parado. En cierta ocasión, en Tiraña, los niños le esperaron atrincherados y le propinaron una granizada de pedradas, algunas de las cuales le alcanzaron en la cabeza y de cuyas heridas tardó en reponerse.
         ¿Quién era la Ratera? Se llamaba Juan García (más conocido por Xuanín de Llucía), vecino de Santagadía, en la parroquia de San Emeterio. En la época a que hacemos referencia tendría unos sesenta años. De estatura mediana, gastaba barba rubia y nunca abandonaba el bastón del que pendía un gran pañuelo de pita en el que envolvía las compras que realizaba en el mercado.
          Hoy ya desapareció la Ratera. Los niños de entonces vemos nuestras sienes adornadas con hebras de plata y en memoria de los malos ratos que nos hacía pasar, elevamos al Todopoderoso una oración por el eterno descanso de su alma.

Texto: Incógnito. 1953







                                                      NOCHE DE DIFUNTOS









La noche de difuntos, todos los cacíos, herradas, calderas, etc, deben estar llenas de agua porque los muertos vienen a beber a sus respectivos domicilios. Los difuntos salen de sus sepulcros esta noche; unos a reclamar obligaciones incumplidas, otros a recordar a sus deudos el estado de sus almas en pena, los más a reparar faltas y olvidos, cambios de fitos o mojones de las heredades…
Todas las noches se rezaba en aquella estancia, y para nosotros, para la reciella, no fue ninguna cosa nueva cuando oímos:
—Esta noche hay que rezar por las ánimas del Purgatorio, en general, y por las de nuestras obligaciones en particular.
Y la señora, arrellenada en su silla baja, al terminar estas palabras se arrodillaba, dando ejemplo, de espaldas al lar, y comienza la oración:
—Por las ánimas de nuestras obligaciones; Padre nuestro que estáis en los Cielos…


—Por la paz y concordia entre los príncipes cristianos, etc; Padre nuestro…
—Por los caminantes de mar y tierra, etcétera; Padre nuestro…
Y así, después de unos cuantos Padrenuestros con sus correspondientes Avemarías y Gloriapatris llegaba la Salve, que creíamos nuesta salvación porque terminaba el suplicio de nuestra quietud.
Y empezaban los relatos.
—Hoy, hace años…
¿Y el caso de aquel cura?
Cuando el sacristán fue a tocar las oraciones de madrugada se encontró con un sacerdote que le dijo:
—Tienes que ayudarme a misa.
No se atrevió a desobedecer y al ayudarle a revestirse vio con sorpresa que era un esqueleto.
—No temas: fui cura de esta parroquia y no puedo salir del Purgatorio porque se me olvidó aplicar en este día una misa por la intención de quienes me la pagaron.
Nosotros nos apretujábamos mirando con los ojos extremadamente abiertos a la señora que entornaba los suyos con languidez de santa. Yo me figuraba ver a Ramón el sacristán ayudando a misa a un cura de Priandi que había fallecido por aquellos tiempos.
¿Y la valerosa Juana?
—¡Juaniiita, devuélveme la asadura que me sacaste de la sepultura! ¡A la puerta de tu casa estoy…!
Juana era una mujer que vivía de sus propiedades, sola, sin parientes. Un día no tenía cena que dar a sus jornaleros o criados y se fue al cementerio: cavó en una fosa reciente y del cadáver que halló extrajo las asaduras que aderezó y sirvió  a los operarios.
La voz gimiente y lastimera de la señora pone cadavéricas palideces en nuestros rostros que las llamas del hogar convierten en máscaras trepidantes.


—¡Juaniiita, dame la asadura que sacaste de mi sepultura! ¡A la puerta de tu casa estoy!
A la terminación de la tétrica cantinela, la anciana señora extiende sobre sus hundidos ojos la fina membrana que los protege y queda silenciosa, ensimismada, como si concentrara todo su ser en la singular reclamación: “¡Devuélveme la asadura…! ¡A la puerta de tu cuarto estoy…!
Los oyentes continuamos, también, silenciosos e inmóviles como si fuera cierta y ante nosotros tuviera lugar la patética escena. Los viejos musitan plegarias; los niños comprimimos el pecho para que no se perciba nuestra respiración fatigosa.
La mortecina luz del candil es eclipsada por la trepidante de los tizones del hogar que con irregular frecuencia despiden chispas que, cual las eléctricas de la atmósfera, zigzaguean rápidas y brillantes acompañadas de secas detonaciones.
El ambiente es pesado. En el tétrico silencio parece que se percibe el aleteo de las almas de los que fueron…

Texto: Francisco Estrada Montes. 1958







                                                    La xana y la leñadora




[Esta leyenda transcurre en los montes de Peña Mayor, concretamente en la fuente de La Osiella -cerca de la fuente de La Mental, donde nace el río Pra-. Nos cuenta lo que le aconteció a una vecina de Melendreros, que andaba buscando leña, cuando se encontró con una xana en dicha fuente. Este relato aparece escrito por Juan Piñera en el porfolio de las Ferias y Fiestas de San Julián del año 1956, donde nos habla de algunas leyendas más de la zona y nos sugiere algunas rutas para realizar a pie, bajo el título de “Bimenes se abre al turismo”. Veamos la copia del trabajo].


En tiempos remotos, cuando aquellos lugares [se refiere a los montes de Peña Mayor] aún eran monte entrecruzado de caminos y poblado de grandes hayas y verdes tejos, allí, en una explanada, se veían grandes tendidas de ropa blanca, que aparecían y desaparecían misteriosamente. Nadie pudo en mucho tiempo descifrar aquel enigma hasta que cierto día, una mujer, vecina de Melendreros, salió a buscar leña por aquellos bosques, cuando, de improviso, al pasar por delante de la fuente, se encarón con una mujer de singular hermosura sentada junto a la corriente de la fuente. La misteriosa forastera se incorporó llevando recogido su mandil, como si dentro escondiese algún objeto, y con dulce sonrisa se lo entregó a la leñadora diciéndole al mismo tiempo: “No lo mires hasta mañana a estas horas, y ahora vuélveme la espalda”. Y a la vez que la leñadora con el envuelto entre las manos se volvía, desapareció la misteriosa mujer por la cueva de la roca.
Era una Xana. La leñadora se fue con el bulto para su casa, pero en el camino, no pudiendo resistir a la curiosidad, miró lo que llevaba en el mandil y fue grande su sorpresa cuando comprobó que lo que allí había eran carbones.
Los arrojó lejos de sí y se fue a su casa con el mandil encantado. Al día siguiente la mujer volvió a examinar el mandil y fue grande su sorpresa cuando las pequeñas piedrecitas de carbón que habían quedado prendidas entre las costuras, saltaron transformadas en menudas chispas de oro. Había pasado la hora señalada por la Xana. La desgraciada mujer fue a buscar los carbones tirados, pero ni encontró los carbones que ella juzgaba transformados en grandes piedras de oro ni fue capaz de recordar el lugar donde los había tirado. Y dice el rumor popular que, aún después de este hecho, la misteriosa y bella mujer siguió saliendo al sol en determinados días del año a la puerta de la cueva junto al caudal de la fuente.

Texto: Juan Piñera. 1956





                                              La leyenda de Martín Porra






[Esta leyenda -escrita por V. Canteli- aparece en los porfolios de las Ferias y Fiestas de San Julián del año 1958 bajo el título «Martín Porra». Los personajes son Suero de Bimenes (morador del palacio de Martimporra), Menén Porra y sus hijos: Elvira y Martín (que habitaban en un castillo). Este relato trata de explicarnos el porqué del nombre de la capital del concejo: Martimporra. Hasta el siglo XVIII se empleaba el topónimo Los Campos de Martimporra, para designar a la actual capital del concejo, es a partir del siglo XIX cuando Los Campos van desapareciendo de los documentos quedando solo Martimporra. Reproducimos el texto tal cual].




"Suero de Bimenes conoció a la hermosa Elvira en el castillo del padre de ella, el venerable anciano Menén Porra. La gracia y belleza de la joven cautivó el corazón de Suero. Las visitas a la mansión de la amada se hicieron tan frecuentes como lo exigían las necesidades de aquella época y las relaciones entre caballeros convenidos para destrucción o expulsión de España de los moros que la dominaban, y esas visitas dieron lugar a que no fuera insensible el corazón de doña Elvira a los dardos de Cupido, y de que bien pronto la gallarda figura de Suero ocupara toda su imaginación. Así, el afortunado guerrero consigue aspirar el perfume de la flor pura de aquel jardín maravilloso.
Parte Suero para la guerra, y en una tregua vuelve a sus tierras, pero no visita a su viejo amigo, ni rinde pleitesía a la hermosura de la flor por él deshojada. ¡Pálida flor marchita que en las melancólicas tardes del otoño otea desde el adarve del castillo, inútilmente, el camino por donde debe llegar el objeto de sus ensueños!.
Cuando el anciano Menén supo toda su desgracia, comisionó a su hijo Martín para parlamentar con Suero. Éste, ignorante del daño causado, se mostró propicio a repararlo, pero el proceder altivo y violento de Martín Porra le obligó a aceptar un combate cuerpo a cuerpo con él.
-Aquí mismo, a este mismo campo tuyo -le dijo el orgulloso Martín-, vendré a buscarte para el combate, que ha de ser a muerte. Elije tus padrinos que de acuerdo con los míos nombren jueces.
Delante del palacio del señor de Bimenes hay un amplio campo rodeado de gruesos robles. El orgullo de Martín Porra quiso que fuera allí el combate, para mayor desprecio de Suero, a quien, ¡iluso!, contaba vencer. Se había cercado el palenque quedando solo dos entradas: al Norte y al Sur, respectivamente.
Acompañado de sus dos padrinos, nobles como él, y como él caballeros, entra Martín, armado de todas armas por la puerta Sur. En la misma forma lo hace Suero por la puerta opuesta. Los jueces reconocen los puestos que cada uno ocupa, previamente señalados en el campo; reconocen, también, los caballos y las armas de los combatientes, tomándoles el inexcusable juramento; ocupan a su vez el tablado de la presidencia y ordenan a los clarines dar la señal.
Al oir la señal  se arrojan ambos adversarios, lanza en ristre, uno contra otro. Los caballos han doblado los corvejones al choque, pero los guerreros se mantienen firmes en sus monturas. Se han roto las lanzas, embotados sus hierros en los escudos, y es necesario tomar otras para continuar el combate.
Repuestas las lanzas y enristradas, toman terreno los guerreros y nuevamente se embisten. De este encuentro ambos caballeros salen desmontados y echan mano a las espadas, continuando el combate a pie. Se dan estocadas, se tiran tajos y se paran los ataques con las espadas y con las rodelas, con destreza y vigor. No se debilitan las fuerzas de ambos guerreros, y parece que cascos, corazas y escudos son impenetrables al acero, hasta que, aprovechando Suero una descubierta de Martín, se lanza a fondo dando a éste una estocada en la axila derecha que le atravesó el cuerpo haciéndole caer al suelo. Muy grave es la herida, pero como el combate es a muerte quiere continuarle, valiente, el orgulloso Martín, a lo que se niega Suero, que prodiga sus auxilios al que desde entonces llamó su hermano.
Y desde aquella remota fecha, el campo de la justa tomó el nombre de “Martín Porra”, que aún conserva."


 Texto: V. Canteli. 1958







                                                  El diablo Forniellos



[Este trabajo apareció publicado en el porfolio de la Ferias y Fiestas de San Julián del año 1958, firmado por V. Canteli, con el título de “Gadea”. Lo transcribimos literalmente, salvo alguna pequeña corrección. Es una leyenda muy conocida, sobre todo en la parroquia de San Emeterio, donde transcurre la acción. Sus protagonistas son el diablo Forniellos (llegado desde Segovia), la bella nativa Gadea y el padre de ésta, el guerrero indígena Antón García. Sus nombres forman parte de la toponimia del lugar: el pozu de Antón García, la peña el Diablu y la aldea de Santagadía].



“Lector:
Si por spot cinegético o alpinista subes algún día a Peñamayor por el valle de Bimenes, tendrás que verificar la ascensión por el único camino practicado en la ladera derecha y, apenas traspuesto el crestón sobre que se yergue la ermita de la Virgen de la Velía, no dejará de llamar tu atención una gran piedra caliza que, en forma de dado, se halla asentada en la ladera opuesta. Sus dimensiones son muy próximas a 20 por 15 por 10 metros.
Los geólogos dicen que ese bloque procede de un desgaje de la montaña inmediata, pero la fantasía popular forjó una leyenda relacionada con el acueducto de Segovia, construido por Flavio Vespasiano, según la Historia; por el diablo, según la leyenda. Yo, a la leyenda me atengo por lo que tiene de poética.
Cuando Lucifer se comprometió a terminar en Segovia, a cambio del alma de la hija del procónsul romano, dispuso que todos los seres que componen su ejército infernal procediesen al arranque, transporte, labra y asiento de la piedra.
Uno de los diablos, llamado Forniellos, encargado con otros muchos del arranque y transporte se elevó, se elevó en el espacio y en lugar de tomar la dirección del Guadarrama, al Sur, voló con marcha vertiginosa, sin roce y sin ruido, hacia el Norte y, columbrado desde el Pajares el blanco macizo de Peñamayor, lo tomó por faro y guía, dirigiéndose hacia allí.
Cuando ya se acercaba a la montaña divisó a sus pies un poblado compuesto de rústicas chozas de madera y, quedándole tiempo con exceso para cumplir su cometido, concibió la idea de visitarlo en busca del alma de alguno de aquellos indígenas convertidos al cristianismo por el apóstol Santiago, a su paso para Galicia.
Bajó a tierra y tomando la figura de un apuesto mancebo, se encaminó al aduar. En los recuencos del valle resonaban los ladridos de los perros y el sonido de los cuernos de los pastores-guerreros que recogían sus ganados para ponerlos a salvo del ataque nocturno de las fieras que poblaban la foresta. Del hilo de plata que manaba de una fuente que había en la senda abierta en la maleza, llenaba su cántaro de barro una joven, hermosa como aquel paisaje, de faz melancólica como aquella tarde apacible, en que el sol, trasponiendo las cordilleras de Occidente, iba a ocultarse llevando los encantos de la aurora a regiones remotas desconocidas.
Sobre los pequeños ojos negros del viajero se posaron, inquisidores, los grandes y azules de la joven, que no pudiendo resistir el fulgor intenso de los de aquél, cerró, ruborizada, los suyos.
–Vale, hermosa –le dijo él.
-Bienvenido  a esta braña -contestó ella. Y agregó con temor:
-¿Eres romano?
-No; soy de las montañas que allá ves -dijo, señalando al Sur.
-Temí por ti. Los del llano han hecho la paz con los romanos, pero los de la montaña no pagaremos jamás tributo al extranjero. Ven, si eres astur te daremos alojamiento.
Ella contó que era hija única de Antón García, jefe de la tribu y terrible guerrero, que se hallaba ausente comerciando con los habitantes del valle. Aquella noche la pasaron en amoroso coloquio y, aunque él pretendía proseguir su camino, Gadea, -así se llamaba la joven- le retenía; que alguna vez las mujeres imponen su voluntad hasta al diablo.
Ya la blanca aurora asomaba por el Oriente, rasgando las brumas de la noche, cuando Forniellos se despidió de Gadea.
-¿Volverás? -decía ella.
-¡Sí, volveré! -contestó. Y tomó la dirección de Peñamayor.
En un momento llegó al macizo, en dos manotazos arrancó una gran peña y, cuando ya la llevaba por el aire, recibió en una onda, como en radiograma, la noticia de haber llegado la hora estipulada para terminar el puente. Un relámpago rasgó el aire y la piedra fue a caer sobre la ladera, empotrándose en la tierra.
Furioso Forniellos huía veloz, cuando vio a la hija de Antón García, que, enamorada, venía en su busca; y al ver de nuevo aquella hermosura de Serafín, como él había sido, y que los ángeles malos envidiaban, se sintió desarmado y, tomando otra vez la figura humana, se dirigió a la joven que caminaba por una senda practicada al borde de espantosa sima.
-¡Cómo tardabas! -decía ella.
Y cuando Forniellos rodeaba el talle de la enamorada vio brillar una cruz de oro entre los corales que adornaban aquella garganta alabastrina. Un alarido espantoso, terrible, retumbó en el espacio y los dos cuerpos abrazados, desaparecieron en el fondo de la sima. Poco después, de la concavidad oscura, subía graznando un cuervo, que remontándose, voló hacia el Sur.
Cuando Antón regresó de su excursión y supo la desaparición de la hija amada, su desesperación no tuvo límites. Aquel hombre, acostumbrado a combatir con los hombres y a pelear con las fieras, se acobardaba, ahora, al tener el destino como enemigo, y como un niño lloró amargamente la ausencia de Gadea.
Mandó gente en su busca con orden de registrar los montes y los valles, las cuevas y los abrigos. Él mismo recorría el terreno llamándola desde los cerros y desde los picachos con voz triste por la desventura: ¡Gadea! ¡Gadea!... Nadie contestaba. Solo las cavernas y las concavidades del valle volvían el eco apagado repitiendo: ¡Gadea! ¡Gadea!.
Al cabo de algún tiempo un pastor encontró en el río, a la orilla de un pozo airón que sirve de recipiente a una cascada, los corales con la cruz de oro de Gadea, y allá fueron Antón y sus hombres a sondear aquel pozo angosto, oscuro, de profundidad desconocida, en busca del cuerpo de la infortunada.
Desde una meseta de la roca que avanza sobre el río miraba Antón García, sombrío, taciturno, los trabajos investigadores y al convercerse de la inutilidad del registro dijo:
-Adiós, amigos míos, para siempre.
Y se arrojó al agua, desapareciendo entre las aguas que al remolinarse formaban blancas burbujas que pronto se disolvieron.
Algunos años después, muchos quizá, sobre el otero que domina el llano donde se asienta el cabañal, se erigió una ermita a Santa Gadea, cuyo nombre conserva la aldea. El bloque se llama Peña del Hombre y también Peña del Diablo; la sima lleva el nombre de Forniellos y el de Antón García el pozo que sirvió de tumba a este indómito astur, tan celoso de la independencia regional.”
Texto: V. Canteli (1958)